La vida transcurría con su tranquilidad nerviosa. Habituados a nuestras maneras de hacer las cosas, día a día logramos llegar a fin de mes. Estábamos remachados a nuestras rutinas, nuestros vicios, nuestras pequeñas alegrías.
Marzo 17. Ana María vende dulces afuera del Hotel Nutibara, necesita recoger al menos $20.000 cada día.
No se puede quedar en casa, pero está tranquila porque el rumor que corre en el centro dice que el helicóptero de la alcaldía va a pasar fumigando una de estas noches para matar al virus.
Marzo 19. Primera venta callejera de gel antibacterial en el centro de Medellín. Los productos y servicios ambulantes mutaron sus funciones. Las calles se inundaron del gel desinfectante.
Vivimos un momento bisagra. Aunque podíamos salir, preveíamos que en algún momento el confinamiento sería obligatorio. Las noticias traídas de Europa no eran alentadoras.
Marzo 19.
Venta de tapabocas a $1000, sobre la calle Boyacá.
La vida continuaba a media reja.
El adentro y el afuera se separaron,
irremediablemente, cada vez más.
Hasta los lugares más insospechados se convirtieron en refugio para guarecerse de la pandemia.
Para muchos, la calle fue también su hogar.
Marzo 29. En la parte baja del barrio Aranjuez aparece Johana detrás de un Renault 12 gris. Ahí tiene su espejo para arreglarse. Vive en la cabina de una camioneta amarilla. Cruzando la calle, Noris Cheker, turca monteriana, pasa la tarde con su marido en la cabina de otra vieja camioneta Chevrolet. No se aguantan la bulla ni el desorden del edificio donde viven.
El Covid se instaló en la ciudad y se multiplicó entre los callejones de los barrios.
El silencio coronó las lomas, los recovecos, las tiendas de esquina.
La cadena alimenticia no podía parar y fraguó nuevas formas de abastecimiento.
No todos podían resolver sus necesidades a través de las aplicaciones digitales.
El cuerpo siguió siendo la herramienta de trabajo de la mayoría.
Marzo 29. En La Iguaná con La 80 empieza la Comuna 13. A orillas de la quebrada, en el centro de El Pesebre, un camión anuncia sus ofertas: “Ocho verdes por mil. ¡Vea! Llegaron los Urabeños, los plátanos de Urabá”.
Los lugares se vaciaron.
En medio del temor generalizado, los espacios cobraron otro brillo; las calles vacías se movían a otros ritmos, más lentos. Las palomas callejeras y domésticas extrañaban a los humanos, sus migas y su vulgaridad.
Había cierta poética de la desolación.
Marzo 22. Unidad Deportiva Atanasio Girardot.
Espacios olvidados por la inercia del día a día se hicieron más visibles.
Entre los espacios solitarios, los habitantes de calle seguían con su vida.
El virus parecía no afectarlos directamente.
Eso sí, no había a quién pedirle monedas.
Abril 11. Yolanda Urrea, supernumeraria de la Fundación EPM, cuida y limpia los baños públicos bajo el puente peatonal sobre la calle San Juan en el sector de Barrio Triste.
Las calles se vaciaron de su flujo natural, quienes quedaron deambulando se hicieron más visibles.
Aislamiento, desolación y calles solitarias fueron el paisaje de los días.
El silencio se hizo ley.
“En la ciudad a los espantos les da miedo salir”.
Helí Ramírez.
Abril 11. Habitantes del barrio Naranjal, posan para la foto, afuera del inquilinato en el que viven.
Abril 11. Jennifer, de vestido salmón, y su amiga duermen en una carreta en Barrio Triste. Antes de la llegada del Covid a Colombia, habían sido engañadas y llevadas a Ecuador en un negocio de trata de blancas. Ya empezada la cuarentena se escaparon. Caminaron y echaron dedo hasta llegar a Medellín.
Nos acostumbramos, a la fuerza, a estar confinados.
La luna, como una extraña premonición, nos lanzaba sus signficados secretos.
Empezaba una larga noche.
Abril 9.
La superluna rosa sobre Medellín.